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La moral anarquista I La historia del pensamiento humano recuerda las
oscilaciones del péndulo, las cuales hace ya siglos que
perduran. Después de un largo período de sueño, viene el
despertar; y entonces se liberta de las cadenas con las que
todos los interesados -gobernantes, magistrados, clérigos- le
habían cuidadosamente amarrado. Las rompe. Somete a severa crítica
todo cuanto se le había enseñado; y pone al desnudo la vanidad
de los prejuicios religiosos, políticos, legales y sociales en
cuyo seno había vegetado. En aras de su espíritu de
investigación se lanza por caminos desconocidos, enriquece
nuestro saber con descubrimientos imprevistos: crea nuevas
ciencias. Pero el enemigo inveterado del pensamiento -el gobernante,
el curial, el religioso- se rehace enseguida de la derrota. Reúne
poco a poco sus diseminadas fuerzas, modifica su fe y sus códigos,
adaptándolos a nuevas necesidades; y, valiéndose de ese
servilismo de carácter y de pensamiento que él ha tenido buen
cuidado en cultivar, aprovecha la desorganización momentánea
de la sociedad, explotando la necesidad de reposo de éstos, la
sed de riquezas de aquellos, los desengaños de los otros -sobre
todo los desengaños-, comienzan de nuevo y con calma su obra, apoderándose
desde luego de la infancia, por la educación. (1) El espíritu del niño es débil, y fácil, por lo tanto,
el someterle por terror: a esto apelan. Le intimidan, y le
pintan los tormentos del infierno, le hacen ver los sufrimientos
de las almas en pena, la venganza de un Dios implacable; más
tarde le hablarán de los horrores de Durante estos períodos de adormecimiento, raramente se
discurre sobre cuestiones de moral. Las prácticas religiosas,
la hipocresía judicial, les entretiene. No discuten; se dejan
llevar por la costumbre, por la indiferencia. No se apasionan en
pro ni en contra de la moral establecida; hacen lo que pueden
para acomodar exteriormente sus actos a lo que dicen profesar; y
el nivel moral de la sociedad desciende cada vez más. Se llega
a la moral de los romanos de la decadencia, del antiguo régimen,
del fin del régimen burgués. Todo lo que había de bueno, de grande, de generoso, de
independiente en el hombre, se enmohece poco a poco, se oxida
como un cuchillo sin uso. La mentira se convierte en virtud, el
aplanamiento, en deber. Enriquecerse, gozar del momento, agotar su inteligencia, su
ardor, su energía, no importa cómo, llega a ser el desiderátum
de las clases acomodadas, así como también el de la multitud
miserable, cuyo ideal es el de parecer burgués. Entonces la
depravación de los gobernantes -del juez y de las clases más o
menos acomodadas- se hace tan repulsiva, que la otra oscilación
del péndulo se descompone. La juventud se emancipa poco a poco, arroja los prejuicios
por la borda, la crítica vuelve. El pensamiento despierta desde
luego en algunos; pero insensiblemente el despertar gana la
mayoría; dado el impulso, la revolución surge. Y a cada momento la cuestión de la moral se pone sobre el
tapete. ¿Por qué seguiré yo los principios de esta moral hipócrita?
-se pregunta el cerebro emancipado del terror religioso-. ¿Por
qué determinada moral ha de ser obligatoria? Uno intenta entonces darse cuenta de ese sentimiento que le
asalta a cada paso sin habérselo todavía explicado; y no lo
entenderá en tanto lo crea un privilegio de la naturaleza
humana, en tanto no descienda hasta los animales, las plantas,
las razas, para comprenderle, Sin embargo, procura explicárselo
según la ciencia del día. Y -¿es preciso decirlo?- cuanto más se minan las bases de
la moral establecida, o mejor, de la hipocresía que la
sostiene, más el nivel moral se eleva en la sociedad. Sobre
todo en esta época, precisamente cuando se la critica y se la
niega, el sentimiento moral hace más rápidos progresos; crece,
se eleva, se purifica. Se ha visto en el siglo XVIII. Desde 1723. Mandeville, el
autor anónimo que escandalizó a Inglaterra con su Fábula de
las abejas y los comentarios que añadiera, atacó de frente la
hipocresía de la sociedad disfrazada con el nombre de moral.
Manifestaba cómo las costumbres sedicentes morales no son más
que una máscara hipócrita; cómo las pasiones que se las cree
dominar con el código de la moral vigente toman, por el
contrario, una dirección tanto más perniciosa cuanto mayores
son las restricciones de este mismo código. Cual Fourier lo
hizo más tarde, pedía libertad para las pasiones, sin que por
ello degeneren en vicio; y pagando en esto un tributo a la falta
de conocimientos zoológicos de su tiempo, es decir, olvidando
la moral de los animales, explicaba el origen de las ideas
morales de la humanidad, por la adulación interesada de los
curas y de las clases directoras. Conócese la crítica vigorosa de las ideas morales hecha
después por los filósofos escoceses y los enciclopedistas; conócese
a los anarquistas de 1793, y se sabe entre quiénes se encuentra
el más alto desarrollo del sentimiento moral, entre los
legisladores, los patriotas, los jacobinos, que cantaban el
deber y la sanción moral por el Ser supremo, o entre los
atentos hebertistas, que negaban, como lo ha hecho recientemente
Guyau, el deber impuesto y la sanción moral. -«¿Por qué seré moral?» He aquí la pregunta que se
hacían los racionalistas del siglo XII, los filósofos del
siglo XVI, los filósofos y los revolucionarios del siglo XVIII.
Más adelante esta pregunta se repitió de nuevo entre los
preutilitarios ingleses (Bentham y Mill), entre los
materialistas alemanes. Como Büchner, entre los nihilistas
rusos de los años En efecto, ¿por qué? Hace treinta años esta misma cuestión apasionó a la
juventud rusa. -«Yo seré inmoral», acababa de decir un joven nihilista
a un su amigo, traduciendo a la ligera los pensamientos que le
atormentaban. -«Será inmoral, ¿por qué no lo seré?» -¿Porque »¿Lo seré porque Kant me habla de un imperativo categórico,
de una orden misteriosa que sale del fondo de mí mismo y me
ordena ser moral? Pero ¿por qué ese «imperativo categórico»
ha de tener más derecho sobre mis actos que ese otro imperativo
que de vez en cuando me incita a la embriaguez? ¡Palabras, nada
más que palabras, como la de Providencia o Destino, inventada
para cubrir nuestra ignorancia! »¿O bien seré moral, para agradar a Bentham, quien me
quiere hacer creer que seré más feliz si me ahogo por salvar a
un transeúnte caído en el río, que si le miro ahogarse? »¿O bien quizá, porque tal es mi educación? ¿Porque mi
madre me ha enseñado la moral? Pero entonces ¿deberé
arrodillarme ante la pintura de un cristo, o de una madona,
respetar al rey o al emperador, inclinarme ante el juez que sé
es un canalla, únicamente porque mi madre, nuestras madres.-muy
buenas, pero ignorantes- nos han enseñado un montón de tonterías? »Prejuicios, como todo lo demás; trabajaré para
desembarazarme de ellos. Si me repugna ser inmoral, me esforzaré
por serlo como de adolescente me esforzaba para no temer la
oscuridad, el cementerio, los fantasmas y los muertos, con los
cuales me habían amedrentado. Lo haré para romper un arma
explotada por las religiones; lo haré, en fin, para protestar
contra la hipocresía que pretenden imponerme en nombre de una
palabra a la cual se ha denominado moralidad.» Tal era el razonamiento que la juventud rusa se hacía en
el momento de romper con los prejuicios del viejo mundo y
enarbolar la bandera del nihilismo o, mejor, de la filosofía
anarquista: «No inclinarse ante ninguna autoridad por respetada
que sea; no aceptar ningún principio en tanto no sea
establecido por la razón». ¿Será preciso añadir que la juventud nihilista, después
de arrojar al cesto la enseñanza moral de sus padres, quemando
todos los sistemas que de ella tratan, ha desarrollado en su
seno un cúmulo de costumbres morales infinitamente superiores a
todo lo que sus padres habían nunca practicado, bajo la tutela
del Evangelio, de la conciencia, del imperativo categórico o
del interés bien comprendido de los utilitarios? Pero antes de responder a la pregunta: «¿Por qué, seré
moral?», veamos primero si la tal cuestión está bien
planteada: analicemos las causas de los actos humanos. Cuando nuestros abuelos quisieron darse cuenta de lo que
impulsa al hombre a obrar de un modo mejor que otro lo
consiguieron de manera muy sencilla. Pueden verse todavía las
imágenes católicas que representan su explicación. Un hombre
marcha a través de los campos con decisión, sin asomo de duda;
lleva un ángel en el hombro derecho y otro en el izquierda. El
diablo le empuja a hacer el mal, el ángel trata de contenerle;
y si el ángel ha vencido, el hombre es virtuoso; otros tres ángeles
se apoderan de él y lo transportan al cielo. Todo se explica así
a maravilla. Estas sencillas ideas van desapareciendo; pero si las anacrónicas
palabras se borran, la esencia es siempre la misma. Las gentes
instruidas no creen ya en el diablo, pero sus ideas no son más
racionales que las de nuestras ayas; disfrazan a aquél bajo una
palabrería escolástica honrada con el nombre de la filosofía.
En lugar del diablo dirán ahora la carne, las pasiones; el ángel
será reemplazado con las palabras conciencia o alma-reflejo del
pensamiento de un Dios creador-, o del gran arquitecto, como
dicen los francmasones. Pero los actos del hombre son siempre
considerados como resultantes de la lucha librada entre dos
elementos hostiles; y el hombre es tenido por tanto más
virtuoso cuanto que uno de estos dos elementos -el alma o la
conciencia- haya conseguido mayor victoria sobre el otro -la
carne o las pasiones. Fácilmente se comprende la admiración de nuestros abuelos
cuando los filósofos ingleses, y más tarde los
enciclopedistas, vinieron a afirmar, en contra de sus primitivas
concepciones, que el diablo o el ángel no tienen nada que ver
en los actos humanos, sino que todos ellos, buenos o malos, útiles
o nocivos, derivan de un solo impulso: la consecución del
placer. Toda la turbamulta religiosa, y sobre todo, la numerosa
tribu de los fariseos, clamaron contra la inmoralidad. Se llenó
de invectivas a los pensadores, se les excomulgó. Y cuando, en
el transcurso de nuestro siglo, las mismas ideas fueron
expresadas por Bentham, John Stuart Mill, Tchernykeaky y tantos
otros, y que estos pensadores vinieron a afirmar y a probar que
el egoísmo o la consecución del placer es el verdadero impulso
de todos nuestros actos, las maldiciones se redoblaron: hízose
contra sus libros la conspiración del silencio, tratando de
ignorantes a sus autores. Y, sin embargo, ¿qué más verdadero que esa afirmación? Ved un hombre que arrebata el último bocado de pan al niño.
Todos están acordes en decir que es un tremendo egoísta, que
está exclusivamente guiado por el amor a sí mismo. Pero mirad otro hombre considerado como virtuoso: parte su
último bocado de pan con el que tiene hambre, se despoja de su
ropa para darla al que tiene frío; y los moralistas, hablando
siempre la jerga religiosa, se apresuran a decir que ese hombre
lleva el amor del prójimo hasta la abnegación, que obedece a
una pasión opuesta en todo a la del egoísta. Mas, si reflexionamos un poco, presto descubriremos que,
por diferentes que sean las dos acciones en sus resultados para
la humanidad, el móvil ha sido siempre el mismo: la consecución
del placer. Si el hombre que da la única camisa que posee no
encontraba en ello un placer, no la daría. Si lo hallara en
quitar el pan al niño, quitaríalo. Pero esto le repugna; y
encontrando mayor satisfacción en dar su pan, lo da. Si no hubiera inconveniente en crear la confusión,
empleando palabras que tienen una significación establecida,
para darles nuevo sentido, diríamos que uno y otro obran a
impulsos de su egoísmo. Algunos lo han dicho abiertamente a fin
de hacer resaltar mejor el pensamiento, precisar la idea,
presentándola bajo una forma que hiera la imaginación,
destruyendo a la vez la leyenda de que dos actos tienen dos
impulsos diferentes. Tienen el mismo fin: buscar el placer o
esquivar el dolor, que viene a ser lo mismo. Tomad al más depravado de los malvados, Thiers, que
asesina a más de treinta y cinco mil parisienses; al criminal
que degüella a toda una familia para enfangarse en el vicio. Lo
hacen porque en aquel momento el deseo de gloria, o el ansía
del dinero, ahogan en ellos todos los demás sentimientos: la
piedad, la compasión misma, se hallan extinguidas en aquel
instante por ese otro deseo, esa otra ansiedad. Obran casi automáticamente
para satisfacer una necesidad de su naturaleza. O bien, dejando a un lado las grandes pasiones, tomad el
hombre ruin que engaña a los amigos, que miente a cada paso, ya
por sustraer a alguno el importe de un bock, ya por vanagloria,
ora por astucia; al burgués que roba céntimo a céntimo a los
obreros para comprar un aderezo a su mujer o a su querida, a
cualquier picaruelo; aun ese mismo no hace más que obedecer a
sus inclinaciones: busca la satisfacción de una necesidad,
trata de evitar lo que para él sería una molestia. Casi nos avergonzamos de tener que comparar ese granujilla
con cualquiera de los que sacrifican su existencia por la
liberación de los oprimidos y sube al cadalso, como un
nihilista ruso. Tal diferencia hay en los resultados de esas dos
existencias para la humanidad, que nos sentimos atraídos por la
una y rechazados por la otra. Y, no obstante, si hablarais a ese mártir, a la mujer que
va a ser ahorcada, en el momento mismo, en que sube al cadalso,
os diría que no trocara su vida de bestia acosada por los
perros del Zar, ni su trágica muerte, por la vida del pícaro
que vive de los céntimos robados a los trabajadores. En su existencia, en la lucha contra los monstruos
poderosos, encuentra sus mayores goces. Todo lo demás, a
excepción de esta lucha, los pequeños goces del burgués y sus
pequeñas miserias, ¡le parecen tan mezquinas, tan fastidiosas,
tan tristes! -¡Vosotros no vivís, vegetáis! respondería
ella-; pero yo he vivido! Hablamos evidentemente de los actos razonados, conscientes
del hombre, reservándonos hablar más adelante de esa inmensa
serie de actos inconscientes, casi maquinales, que llenan la
mayor parte de nuestra vida. Ahora bien, en sus actos razonados
o conscientes el hombre busca aquello que le agrada. Tal se embriaga y embrutece porque busca en el vino la
excitación nerviosa que no encuentra en su organismo; tal otro
no se emborracha porque halla una gran satisfacción dejando el
vino y gozando en conservar la frescura de su inteligencia y la
plenitud de sus fuerzas, a fin de poder saborear otros placeres
que prefiere a los del vino. Pero ¿qué hacer sino obrar como
el gourmet que después de haber leído el menú de una comida
renuncia a un plato de su gusto para hartarse, sin embargo, de
otro más preferido? Cualesquiera que sean sus actos, el hombre busca siempre un
placer o evita un dolor. Cuando una mujer se priva del último bocado de pan para dárselo
al primero que llega, cuando se quita el último harapo para
cubrir a otra que tiene frío, y ella misma tirita sobre el
puente del navío, lo hace porque sufriría infinitamente -más
de ver a un hombre hambriento o una mujer con frío que tiritar
ella misma o sufrir el hambre. Evita una pena cuya intensidad sólo
conocen los que la han sufrido. Cuando aquel australiano citado por Guyau se desesperaba
con la idea de no haber vengado aún la muerte de su pariente;
cuando se hallaba roído por la conciencia de su cobardía, no
recobrando la salud hasta después de haber realizado su
venganza, hizo un acto tal vez heroico para desembarazarse del
sufrimiento que le asediaba, para reconquistar la paz interior,
que es el supremo placer. Cuando una banda de monos ha visto caer a uno de los suyos
herido por la bala del cazador, sitian su tienda para reclamar
el cadáver, a pesar de las amenazas de ser fusilados; cuando,
por fin, el jefe de la banda entra con decisión, amenazando
primero al cazador, suplicando después y obligándole, por fin,
con sus lamentos a devolverle el cadáver, que la banda lleva
gimiendo al bosque, los monos obedecen al sentimiento de
condolencia, más fuerte en ellos que todas las consideraciones
de seguridad personal, Este sentimiento ahoga todos los otros.
La vida pierde para ellos sus atractivos, en tanto no se
aseguren de la imposibilidad de volver de nuevo a su camarada la
existencia. Tal sentimiento llega a ser tan opresivo, que los
pobres animales lo arriesgan todo por desembarazarse de él. Cuando las hormigas se arrojan por millares en las llamas
de un hormiguero, que esta bestia feroz, el hombre, ha
incendiado, y perecen por centrarse por salvar sus larvas,
obedecen también a una necesidad, la de conservar su prole. Lo
arriesgan todo por tener el placer de llevarse sus larvas, que
han cuidado con más cariño que muchos burgueses cuidan de sus
hijos. En fin, cuando un infusorio esquiva un rayo demasiado
fuerte del sol y va a buscar otro menos ardiente, o cuando una
planta vuelve sus flores al sol o cierra sus hojas al acercarse
la noche, ambos obedecen también a la necesidad de evitar un
dolor o de buscar el placer; igual que la hormiga, el mono, el
australiano, el mártir cristiano o el mártir anarquista. Buscar el placer, evitar el dolor, es el hecho general
(otros dirían la ley) del mundo orgánico: es la esencia de la
vida. Sin este afán por lo agradable, la existencia sería
imposible. Se disgregaría el organismo, la vida cesaría. Así, pues, cualquiera que sea la acción del hombre,
cualquiera que sea su línea de conducta, obra siempre
obedeciendo a una necesidad de su naturaleza. El acto más repugnante, como el más indiferente, o el más
atractivo, son todos igualmente dictados por una necesidad del
individuo. Obrando de una u de otra manera el individuo lo hace
porque en ello encuentra un placer, porque se evita de este modo
o cree evitarse una molestia. He aquí un hecho perfectamente determinado, la esencia de
lo que se ha llamado la teoría del egoísmo. Ahora bien, ¿hemos adelantado algo más, después de haber
llegado a esta conclusión general? -Sí, ciertamente. Hemos conquistado una verdad y destruido
un prejuicio, que es la raíz de todos los prejuicios. Toda la
filosofía materialista en su relación con el hombre se halla
en esta conclusión. ¿Pero se sigue de esto que todos los actos
del individuo son indiferentes, como así han querido
sostenerlo? Veámoslo. III Hemos visto que las acciones del hombre, razonadas o
conscientes -más adelante hablaremos de los hábitos
inconscientes-, tienen todas el mismo origen. Los llamados
virtuosos y los que se denominan viciosos, las grandes
adhesiones como las pequeñas socaliñas, los actos elevados
como los repulsivos, derivan de la misma fuente. Hechos son
todos que responden a naturales necesidades del individuo. Tienen por objeto buscar el placer, el deseo de huir del
dolor. Lo hemos manifestado en el capítulo precedente, que no es
sino un resumen muy sucinto de multitud de hechos que podrían
ser citados en su apoyo. Compréndese que esta explicación repugne a quienes están
todavía imbuidos por los principios religiosos, porque no deja
espacio para lo sobrenatural y desecha la idea de la
inmortalidad del alma. Si el hombre no obra más que obedeciendo
a una necesidad natural, si no es, por así decirlo, más que un
«autómata consciente», ¿qué será el alma inmortal, qué
será la inmortalidad, último refugio de los que han conocido
poco el placer y demasiado el dolor, y que sueñan con hallar la
compensación en el otro mundo? Se comprende que, fuertes en los prejuicios, poco confiados
en la ciencia que les ha engañado a menudo, guiados por el
sentimiento más que por la razón, rechacen una verdad que les
quita su única esperanza. Pero ¿qué decir de esos revolucionarios que desde el
siglo XVIII hasta nuestros días, siempre que oyen por primera
vez la primera explicación natural de los actos humanos (la
teoría del egoísmo si se quiere) se apresuran a sacar la misma
conclusión que la juventud nihilista de quienes hablamos al
principio, los cuales tienen prisa por gritar: «¡Abajo la
moral!»? ¿Qué decir de los que, persuadidos de que el hombre no
obra sino para responder a necesidades orgánicas, se apresuran
a afirmar que todos los actos son indiferentes; que no hay bien
ni mal; que salvar a un hombre que se ahoga, o ahogarle para
apoderarse de su reloj, son dos casos equivalentes; que el mártir
muriendo sobre el cadalso por haber trabajado en emancipar a la
humanidad, y el pícaro robando a sus compañeros se equivalen,
puesto que los dos intentan procurarse un placer? Si añadieran siquiera que no debe haber olor bueno ni
malo, perfume en la rosa, hedor en la asafétida, porque uno y
otro no son más que vibraciones de las moléculas; que no hay
gusto bueno ni malo, porque la amargura de la quinina y la
dulzura de la guayaba no son tampoco sino vibraciones
moleculares; que no hay hermosura ni fealdad físicas,
inteligencia ni imbecilidad, porque belleza y fealdad,
inteligencia o imbecilidad no son tampoco más que resultados de
vibraciones químicas y físicas que se operan en las células
del organismo, si agregaran eso podría aún decirse que
chochean, pero que tienen por lo menos la lógica del necio. Mas como no lo dicen, ¿qué consecuencia podemos sacar de
ello? Nuestra respuesta es sencilla. Mandeville, en 1723, en Los ancianos nos dicen, en efecto: «El acto será bueno si
representa una victoria del alma sobre la carne; será malo si
es la carne quien ha dominado al alma; será indiferente si no
ha habido vencedor ni vencido: no hay otra regla para juzgar de
la bondad del hecho.» Los padres de ¡Siempre la maldita idea de pena y de castigo sale al paso
de la razón: siempre esa absurda herencia de la enseñanza
religiosa profiriendo que el acto es bueno si viene de una
inspiración sobrenatural e indiferente si el tal origen le
falta; y siempre, aun entre los que más se ríen de ello, la
idea del ángel sobre el hombro derecho y del diablo sobre el
izquierdo! «Suprimid el diablo y el ángel y no sabré deciros ya si
tal acto es bueno o malo, pues no conozco otra razón para
juzgarle.» Mientras exista el cura, existirán el demonio y el
ángel, todo el barniz materialista no bastará para ocultarlo. Y, lo que es peor aún, mientras exista el juez, existirán
sus penas de azotes a unos, y sus recompensas cívicas a otros,
y los mismos principios de la anarquía no bastarán para
desarraigar la idea de castigo y recompensa. Pues bien; nosotros, que no queremos juez, decimos
simplemente: «¿El asafétida hiede, la serpiente me muerde, el
embustero me engaña? La planta, el reptil y el hombre, los
tres, obedecen a una razón natural. Sea. »Ahora bien; yo obedezco también a una necesidad propia,
odiando la planta que hiede, el animal que mata con su veneno, y
el hombre, que es aún más venenoso que la serpiente. Y obraré
en consecuencia sin dirigirme por eso ni al diablo, que además
no conozco, ni al juez, que detesto más aún que a la
serpiente. Yo, y todos los que comparten mis simpatías,
obedecemos también a una condición de nuestro propio
temperamento. Veremos cuál de los dos tienen en ello la razón
y, por ende, la fuerza.» Esto es lo que vamos a estudiar; y, por lo mismo,
observaremos que si los San Agustín no tenían otra base para
distinguir entre el bien y el mal, los animales tienen otra
mucho más eficaz. El mundo animal en general, desde el insecto
hasta el hombre, sabe perfectamente lo que es bueno y lo que es
malo sin consultar para ello (1) Subrayado del
transcriptor.
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